miércoles, julio 30, 2008

Inequidad e Incentivos: Reflexiones Venecianas




En los viajes, nuestra mente, libre de las preocupaciones más apremiantes, divaga con relajo por distintas categorías conceptuales, momentos emocionales o aventuras intelectuales. A veces se enfoca en un edificio particular, por su aspecto general y belleza clásica, pero rápidamente se concentra con la precisión de un rayo láser en el color de la esquina de uno de sus balcones, pues le recuerda una escena de una película que vio alguna vez durante nuestra niñez. De pronto, eso nos transporta a una ocasión infantil con nuestros padres, y, sin darnos cuenta, comenzamos a recorrer añoranzas colegiales, todo en una fracción de segundo, para luego volver al presente, acordándonos que el otro día nos encontramos, después de tantos años, con uno de esos compañeros de colegio tan queridos, para luego cambiar la perspectiva, y adoptar una especie de meta-postura, es decir, una postura en la que reflexionamos sobre el contenido de nuestras divagaciones, como observándolas en tercera persona, y pensamos lo curioso que resulta tener esa capacidad para saltar de una cosa a otra, reenfocando con pasmosa soltura la profundidad conceptual, el punto de vista o la postura moral con que desplegamos esos ejercicios mentales, sin aparente orden ni objetivo. Sin embargo, y a pesar de todo, somos capaces de así, desordenadamente, construir - a fuerza de persistir – pequeños edificios conceptuales, que constituyen nuestra compresión de las cosas, proceso que se va retroalimentando con otros similares, hechos en otras oportunidades, coordinándose además con las reflexiones que resultan de las lecturas que realizamos, entretejiendo todo en una trama a veces fina y a veces gruesa, en un continuo cognitivo que no se detiene, pues, como nos dijo una vez nuestro profesor de filosofía del colegio, el Sr. Hermosilla, ”a la mente no le queda más que … pensar”.
Venecia es una ciudad que siempre resulta sorprendente, por el carácter surrealista de su emplazamiento, la belleza del mar iluminado por el sol - particularmente hermoso en el nacimiento del Gran Canal -, por la aparente futilidad de esas escaleras de los palazzos que no llevan a ningún destino salvo el agua, por la suavidad silenciosa del movimiento de las góndolas que transitan sus canales interiores, todo en un escenario que no ha cambiado en quinientos años, salvo por las tiendas de marcas sofisticadas, que nos recuerdan el gusto italiano por el diseño, y la variedad de idiomas que se escuchan en medio del torrente de turistas que la visitan. Recorriendo el Ca’Rezzonico, uno de esos palacios venecianos que se asoman al Gran Canal - propiedad de la familia Rezzonico durante el siglo XVIII - uno se introduce en el lujo y poderío de las familias nobles y ricas de esa época. En el segundo piso hay una exposición de grabados de Michele Marieschi, artista de esa misma época, con escenas tradicionales de Venecia. Me da la impresión que parte de la belleza del paisaje veneciano, tan bien capturado en los cuadros de Antonio Canal, Canaletto, está dada por la armónica distribución de las ventanas de los edificios, tanto en cantidad, ubicación como tamaño: largas filas de ventanas ornamentadas con estilos diversos pero únicos para cada edificio, de tamaños similares en cada estructura que, desde una adecuada distancia, configuran un todo armónico, confieréndole a la ciudad su aspecto único reproducido con admirable precisión en los grabados de Marieschi. La sala también exhibe algunos Canalettos, uno de los cuales se llama “El Río de los Mendigos”. Muestra una típica escena veneciana, en la que se observan, como era de esperarse, varios mendigos en distintas partes del cuadro, hablando entre ellos o suplicando una limosna a los transeúntes, comerciantes o nobles, algunos en lujosas góndolas cerradas, lejos del alcance de los mendigos, y otros, caminando en medio de ellos. Pero también, y completando el paisaje humano, hay otros personajes que uno adivina pueden ser los emisarios de oscuros complots políticos - organizados por quienes están descontentos con la distribución de poder del momento – o los espías y traidores que participan y colaboran en la sorda y opaca lucha por ese poder, que usualmente aparecen en ambientes en que las reglas de la política no se encuentran completamente institucionalizadas. También se puede observar a prósperos comerciantes, que ignorando a los mendigos, transan sus bienes o servicios, no en protegidas oficinas, sino en lugares públicos, pintando así una escena de un día cualquiera de hace más de 300 años en la próspera Venecia.

Fue ese cuadro el que me llevó a esas divagaciones y reflexiones de las que hablaba al comienzo. Las diferencias de vestuario, de tecnología de transporte y de modos de comunicación entre los venecianos de siglo XVII y los habitantes del siglo XXI no logran ocultar sus evidentes similitudes. La inequidad en la distribución del ingreso es tan o más ostensible que ahora. Los mendigos contrastan con los ricos nobles y burgueses que pululaban la ciudad, tal como ahora el décimo quintil tiene ingresos que son una fracción del que gozan los del primero – en Chile alrededor de un 7%, antes de corregir por impuestos –. Las motivaciones de las personas no han cambiado, y los comerciantes venecianos que intentaban maximizar sus utilidades, no son diferentes de quienes frenéticamente transan acciones, monedas, futuros y todo tipo de sofisticados derivados de índices bursátiles o de otro tipo en las mesas de dinero, o quienes manejan las tiendas por departamento o los supermercados modernos, buscando engrosar las últimas líneas de los balances de sus compañías. Asimismo, así como ayer los que se ubicaban en la parte más alta de la jerarquía social hacían ostentación de su posición en sus alhajadas góndolas, hoy lo hacen con sus automóviles de lujo, sus membresías en clubes exclusivos o con las publicaciones científicas que han acumulado en su carrera. También entre los más pobres, esos mendigos venecianos tienen similares motivaciones a las de quienes, hoy en día, se ganan la vida pidiendo limosna o haciendo malabarismo frente a los automovilistas detenidos delante de un semáforo.
Mientras divagaba, pensaba que ello permite comprender, desde otra perspectiva, lo que la mirada evolucionaria afirma de manera general respecto de los seres humanos: el cúmulo de rasgos específicos de nuestra especie – nuestro sistema emocional y cognitivo – conforman lo que algunos llaman “naturaleza humana”, es decir, una serie de “mecanismos funcionales adaptativos” que pesquisan y procesan las pistas e información que le entrega el entorno para producir conductas, que se expresan en la forma de ciertas regularidades pertenecientes a lo humano, justamente dado el carácter universal de ese sistema emocional y cognitivo. Nos entristecemos frente a algunas cosas y no ante otras, nos angustiamos ante ciertos fenómenos y no ante otros, nos reímos de algunas situaciones y no de otras, y así sucesivamente. Todos esos rasgos fueron seleccionados porque sirvieron mejor el propósito de supervivencia y reproducción de nuestros antepasados cazadores-recolectores, y son los que nos inducen a querer ascender en la jerarquía social, a intentar maximizar nuestro ingreso y bienestar, y de paso, contribuir sin querer, o aceptándolo sin culpa, a la inequidad de las sociedades humanas, a pesar que otros rasgos, también seleccionados evolucionariamente, como nuestra disposición cooperadora, nos instan a corregir esa inequidad, con mayor o menor éxito.
Lo que nos muestra el cuadro de Canaletto es que los mercaderes, mendigos y políticos venecianos comparten muchas más rasgos de lo que creemos con los empresarios, trabajadores, políticos y mendigos del siglo XXI, porque ambos se conducen siguiendo los dictados de la misma naturaleza humana. No deja de ser ilustrativo y digno de reflexión. Más aún en Venecia. Contrariamente a lo que muchos filósofos modernos han plantedo diciendo que las disposiciones conductuales humanas están sólo limitadas por la imaginación de quienes la realizan, la perspectiva evolucionaria ha podido establecer que las personas nos comportamos siguiendo ciertos rasgos específicos de nuestra especie, básicamente, como ya dijimos, nuestro sistema emocional y cognitivo, que llamamos naturaleza humana (ver Blank Slate, de Steven Pinker) y que el cuadro de Canaletto me ayudó a ratificar en esas divagaciones a las que los viajes nos conducen de cuando en cuando.