jueves, septiembre 27, 2007

Fronteras, membranas y neutralidad moral: reflexiones de un turista


Toda esta reflexión comenzó durante un reciente viaje familiar de vacaciones por el centro de Europa, el día que visitamos el castillo de Neuschwanstein. El castillo está cerca de Fussen, en el sur de Alemania, junto a la frontera con Austria. Luego de apreciar su magnífica ubicación, con espectaculares vistas a las montañas y lagos alrededor y probar algunas de las exquisiteces locales en uno de los restoranes del pueblo, proseguimos nuestro viaje. Cuando aún se paseaban por nuestro paladar y recorrían nuestro sistema límbico los sabores y sensaciones de la sopa de goulash o el strudel de manzana, y nuestra retina aún recordaba el típico paisaje alpino del lugar, de montes, lagos y casas con espigadas techos de dos aguas y balcones de madera, súbitamente un letrero nos indicó que acabábamos de pasar de Alemania a Austria. No habíamos tenido que incurrir en ningún cambio de velocidad, ni nos encontramos con otro tipo de pavimento ni tuvimos que atravesar controles de ningún tipo. La frontera no estaba asociada a ningún obstáculo físico. ‘Es porque estamos en países de la Unión Europea, que aspira al libre movimiento de personas en sus países’ reflexioné para mis adentros. Efectivamente, al día siguiente, cuando viajábamos de Innsbruck a Salzburg, la ruta nos hizo salir de Austria y entrar a Alemania y luego volver a entrar a Austria de la misma manera, sin darnos cuenta, salvo por el solitario letrero que anunciaba el cambio de país.

Sin embargo, me vi obligado a revisar mi conclusión cuando, un par de días más tarde, nuestro paseo nos llevó de Viena a Budapest y debimos cruzar la frontera que separa Austria y Hungría. Aunque Hungría forma parte de la Unión Europea, para cruzar de un país a otro debimos pasar los controles establecidos, donde destacaba un edificio de oficinas burocráticas que recordaba intimidantes películas de la guerra fría, y debimos incorporarnos a las filas de automóviles clasificados por categorías – miembro de la UE o no miembro de la UE – hasta llegar a las casetas con barreras y policías uniformados húngaros. El policía asignado a nuestra fila nos pidió nuestros pasaportes, y luego de una revisión inconducente – no digitó nuestros nombres en un computador para averiguar si teníamos algún problema pendiente con la justicia –, y de una inspección ocular de nuestro vehículo y del aspecto que presentaban sus ocupantes, todo sin moverse de su asiento, procedió al timbrarlos y a levantar la barrera para dejarnos pasar. La fila, revisión y timbraje de pasaportes debe haber durado unos 20 minutos, nada muy grave, pero interminable comparado con la ausencia de todo obstáculo para pasar entre Alemania y Austria, en cualquier dirección. ¿Qué sería lo que mantiene ese rito de control en la UE entre Austria y Hungría, que no se da entre Alemania y Austria? ¿Serán remanentes de su reciente comunismo, con sus rígidos protocolos y controles de todo tipo, lo que les impide desbloquear completamente el control fronterizo? ¿Será que la necesidad de controlar y monitorear lo que ocurre en las fronteras refleja una incapacidad para comprender que las personas sí pueden funcionar coordinada y ordenadamente sin controles, como ocurre en la vida diaria en las sociedades abiertas, si existen instituciones apropiadas que permiten alcanzar niveles adecuados de confianza?

Pensando en eso mientras me internaba en territorio húngaro, me acordé de lo que ocurre en nuestras propias fronteras entre Chile y Argentina, en que el simple cruce en automóvil por el paso Cardenal Samoré, al oriente del lago Puyehue, a unos 1000 kilómetros al sur de Santiago, requiere bajarse del automóvil, llenar los formularios de inmigración, de aduana y los del vehículo, trámite que puede tomar entre media hora - en el mejor caso - y unas dos horas cuando hay mucha gente en plena temporada veraniega. No sólo eso, los automóviles de las compañías que arriendan coches a los turistas no están autorizados para cruzar la frontera – el automóvil debe ser conducido por su dueño, y si el dueño es una persona jurídica, el conductor debe presentar una autorización notarial de esa sociedad dueña, la que debe estar acompañada de los títulos de quien la otorga para verificar que tiene el poder para hacerlo – trámite imposible de realizar para cada turista que arrienda un vehículo. Sólo los buses de turismo tienen un permiso general de validez limitada que debe renovarse periódicamente. El ritual que se hace en el lado chileno se repite en el argentino, y cuando se viene de vuelta ocurre lo mismo, de modo que la visita de las termas de Puyehue en Chile a Villa Angostura en Argentina por el día requiere de cuatro trámites aduaneros como los ya descritos.

Por supuesto que hay muchas razones para establecer controles fronterizos, pero todas son cada vez menos válidas, especialmente para los automóviles. El control aduanero es una razón, aunque la cuantía de la tasa de impuesto aduanero es cada vez menos importante, y lo que los automóviles pudiesen transportar es comercialmente insignificante. El control de las personas es otra, pues hay quienes tienen problemas con la justicia, y la frontera es una instancia que permite detectarlos antes que se escapen a otro país. El control fitosanitario es una tercera. El control judicial y fitosanitario se podría hacer eligiendo automóviles al azar, con importantes sanciones para quienes sean sorprendidos en falta, de modo de que haya incentivos para no hacer trampas. ¡Qué impulso tendría el turismo chileno argentino en esa zona, en que Villa Angostura y las Termas de Puyehue están a 83 kilómetros de distancia, si su paso fuese como el de Austria a Alemania, pensaba yo!

Esas reflexiones se reactivaron cuando nos tocó volver de Budapest a Viena, pues el cruce fue por el mismo complejo fronterizo, sólo que esta vez el policía húngaro sólo miró el set de pasaportes que le pasé, se dio cuenta que éramos una familia proveniente de Chile, lo que le pareció suficientemente inocuo, y luego de intercambiar miradas a través de nuestras pupilas por algunos milisegundos, me los devolvió sin timbrar y seguimos viaje. La disminución de velocidad, la fila y el paso por la caseta nos hizo perder unos tres minutos, una gran mejoría respecto de la ida, pero me llamó la atención que fueran nuevamente policías húngaros quienes nos controlaran, mientras que a los austríacos no les importó si salíamos o entrábamos a su país. ¿Será, volví a pensar, que no se han podido desprender del afán de control que durante décadas impusieron a todos quienes entraban o salían de Hungría? ¿Por qué les importa menos nuestra salida que nuestra entrada?

Entonces recordé otro incidente que tiene que ver con lo anterior y que nos ocurrió en La Habana. El avión en el que volábamos salió de Cancún a Santiago, pero hacía escala en La Habana. Allí nos permitieron bajarnos a una sala de espera para tomar un mojito o comprar algún souvenir, para lo cual nos entregaron unos tarjetones plásticos con la leyenda “en tránsito”. Al volver al avión, gentiles azafatas ubicadas en la escalera de éste nos lo pedían de vuelta. Una vez que todos estuvimos en nuestros asientos y el piloto estaba listo para comenzar el carreteo para buscar el cabezal de despegue, constatamos con sorpresa y temor que el avión estaba siendo circundado por no tan gentiles soldados - con uniforme camuflado y viñeta del Ministerio del Interior – de mangas suficientemente arremangadas como para exhibir la musculatura de sus bíceps, y premunidos de metralletas y aspecto serio. ¿Qué había sucedido? Uno de los chilenos en tránsito no entregó su tarjetón a la azafata, quien en su sonriente gentileza no tuvo la diligencia necesaria para pedirlos uno por uno para asegurarse que todos lo hicieran. Faltaba un tarjetón. ¿Qué importancia podía tener eso, pensaba, si quien debe velar por el número de pasajeros es el piloto, y a éste no le faltaba ni le sobraba ningún pasajero? Claro, yo no reparaba que para los cubanos el extravío de un tarjetón significaba que éste podría haber caído en manos de alguien, de manera fortuita o premeditada, quien podría luego salir sin autorización del país haciéndose pasar por turista en tránsito. Fue en esa ocasión cuando comprendí que los controles fronterizos no son simétricos para quien entra o para quien sale, sino que se parecen más bien a ciertas membranas que pueden dejar pasar líquido en un sentido pero no en otro. Los cubanos dejaban entrar a los turistas pero no dejaban salir a los nativos. En nuestro caso, fue necesario que los soldados ingresaran a la cabina del avión y la recorrieran con el ceño fruncido de arriba abajo para que el distraído chileno se acordara que tenía el tarjetón en el bolsillo de su chaqueta, y nos permitieran retomar el vuelo una hora y media más tarde.

La metáfora de la membrana permite apreciar mejor el verdadero sentido de los puestos fronterizos. Los húngaros ponen más dificultades para entrar que para salir, a los austríacos no les podría importar menos quien entra ni quien sale, y los cubanos son particularmente asimétricos en el uso de sus controles fronterizos, más celosos de sus ciudadanos que de los turistas que los visitan. Si uno medita con cuidado, concluye que detrás de ese fenómeno de asimetría se esconde un problema moral. Si pensamos en el muro de Berlín, éste separaba simétricamente a Berlín Occidental de Berlín Oriental, era el mismo obstáculo físico para los habitantes de ambos lados de la ciudad, pero la disposición intencional y moral con que el muro realizaba su labor era completamente distinta. Quienes vivían en el lado occidental, podían construir sus casas adyacentes al muro mismo, pues Alemania Occidental no tenía objeción si un ciudadano quería utilizar esa cercanía para irse a vivir a la RDA. Sin embargo, en el lado oriental había una distancia de más de 100 metros entre las últimas edificaciones y el muro, lo que constituía un inmenso sitio eriazo que permitía controlar con precisión cualquier intento de fuga. Aunque el obstáculo físico del muro afectaba a ambos lados por igual, sólo un lado, el del este, era el que no dejaba salir con libertad a sus habitantes, reflejando la profunda asimetría moral que la construcción del muro representaba.

Hay membranas que no dejan entrar aunque permiten salir, o viceversa. Desde el punto de vista moral, no es lo mismo no dejar salir que no dejar entrar. El controversial muro que construyó Israel en su frontera con Cisjordania, tenía como objetivo impedir que terroristas suicidas ingresaran desde el lado árabe a Israel con su saga de muertes inocentes. Desde el punto de vista de la libertad de las personas, no es lo mismo que no te dejen salir de tu país, es decir, que te tengan encerrado, que no te dejen entrar a otro país, y sigas pudiendo hacer lo que quieras en el tuyo o en cualquier otro. Aunque también constituye un obstáculo a la libertad, no pueden considerarse moralmente equiparables el muro de Berlín con el muro entre Israel y Cisjordania. Si lo ponemos en términos hipotéticos, no es lo mismo que los chilenos no dejemos entrar a los argentinos a Chile, que a los argentinos no los dejen salir de su país. En el primer caso la restricción les afecta sólo en lo que respecta a sus viajes a Chile, y en el segundo la restricción afecta a todo el universo de opciones posibles salvo permanecer en la propia Argentina. El muro entre Israel y Cisjordania no es moralmente equivalente al muro de Berlín.

La frontera entre Chile y Argentina no está constituida por el obstáculo físico de la Cordillera de Los Andes – obstáculo que es relativamente simétrico para ambos lados – sino que su verdadera esencia la constituyen el tipo de controles intencionales que los gobiernos de ambos países hayan establecido para poder cruzarlas. Dicho de otra forma, los controles fronterizos son barreras intencionales, que fueron concebidas por personas con alguna intención restrictiva. De la naturaleza de la intención restrictiva que se haya elegido, podemos inferir las categorías morales que estuvieron presentes al momento hacer esa elección. Las distintas intenciones de los austríacos, húngaros, los alemanes del este, cubanos o israelíes, reflejan distintas opciones morales. Las fronteras no constituyen un obstáculo físico neutro desde el punto de vista ético, y las disposiciones intencionales que estuvieron presentes para definir el tipo de restricción que las caracteriza, se traducen en conductas que los seres humanos tendemos a calificar moralmente.

1 comentario:

Andrea Brandes dijo...

Alvaro
Hubo un tiempo en que cruzaba un par de veces a la semana, la frontera entre Alemania y Francia. Hacía las compras en el "Metro" (supermercado) francés, pero el pan lo compraba en Alemania porque es más rico. Las personas se mueven con libertad absoluta entre uno y otro país. Muchos Luxemburgueses se han comprado casas en Alemania, porque en Luxembuerg, que hace 40 años era muy pobre, ahora los precios de los terrenos son impagables.
Pero la cosa se está complicando lentamente por el tema de los inmigrantes ilegales y el terrorismo.
En 1974 fui a un intercambio escolar a Alemania, y nos fuimos en Bus a Berlin occidental, viajando por territorio de Alemania del este. El cruce de la frontera fue como una película de James Bond. Por poco nos dejan allá, viviendo "la vida de los otros".