jueves, septiembre 27, 2007

Fronteras, membranas y neutralidad moral: reflexiones de un turista


Toda esta reflexión comenzó durante un reciente viaje familiar de vacaciones por el centro de Europa, el día que visitamos el castillo de Neuschwanstein. El castillo está cerca de Fussen, en el sur de Alemania, junto a la frontera con Austria. Luego de apreciar su magnífica ubicación, con espectaculares vistas a las montañas y lagos alrededor y probar algunas de las exquisiteces locales en uno de los restoranes del pueblo, proseguimos nuestro viaje. Cuando aún se paseaban por nuestro paladar y recorrían nuestro sistema límbico los sabores y sensaciones de la sopa de goulash o el strudel de manzana, y nuestra retina aún recordaba el típico paisaje alpino del lugar, de montes, lagos y casas con espigadas techos de dos aguas y balcones de madera, súbitamente un letrero nos indicó que acabábamos de pasar de Alemania a Austria. No habíamos tenido que incurrir en ningún cambio de velocidad, ni nos encontramos con otro tipo de pavimento ni tuvimos que atravesar controles de ningún tipo. La frontera no estaba asociada a ningún obstáculo físico. ‘Es porque estamos en países de la Unión Europea, que aspira al libre movimiento de personas en sus países’ reflexioné para mis adentros. Efectivamente, al día siguiente, cuando viajábamos de Innsbruck a Salzburg, la ruta nos hizo salir de Austria y entrar a Alemania y luego volver a entrar a Austria de la misma manera, sin darnos cuenta, salvo por el solitario letrero que anunciaba el cambio de país.

Sin embargo, me vi obligado a revisar mi conclusión cuando, un par de días más tarde, nuestro paseo nos llevó de Viena a Budapest y debimos cruzar la frontera que separa Austria y Hungría. Aunque Hungría forma parte de la Unión Europea, para cruzar de un país a otro debimos pasar los controles establecidos, donde destacaba un edificio de oficinas burocráticas que recordaba intimidantes películas de la guerra fría, y debimos incorporarnos a las filas de automóviles clasificados por categorías – miembro de la UE o no miembro de la UE – hasta llegar a las casetas con barreras y policías uniformados húngaros. El policía asignado a nuestra fila nos pidió nuestros pasaportes, y luego de una revisión inconducente – no digitó nuestros nombres en un computador para averiguar si teníamos algún problema pendiente con la justicia –, y de una inspección ocular de nuestro vehículo y del aspecto que presentaban sus ocupantes, todo sin moverse de su asiento, procedió al timbrarlos y a levantar la barrera para dejarnos pasar. La fila, revisión y timbraje de pasaportes debe haber durado unos 20 minutos, nada muy grave, pero interminable comparado con la ausencia de todo obstáculo para pasar entre Alemania y Austria, en cualquier dirección. ¿Qué sería lo que mantiene ese rito de control en la UE entre Austria y Hungría, que no se da entre Alemania y Austria? ¿Serán remanentes de su reciente comunismo, con sus rígidos protocolos y controles de todo tipo, lo que les impide desbloquear completamente el control fronterizo? ¿Será que la necesidad de controlar y monitorear lo que ocurre en las fronteras refleja una incapacidad para comprender que las personas sí pueden funcionar coordinada y ordenadamente sin controles, como ocurre en la vida diaria en las sociedades abiertas, si existen instituciones apropiadas que permiten alcanzar niveles adecuados de confianza?

Pensando en eso mientras me internaba en territorio húngaro, me acordé de lo que ocurre en nuestras propias fronteras entre Chile y Argentina, en que el simple cruce en automóvil por el paso Cardenal Samoré, al oriente del lago Puyehue, a unos 1000 kilómetros al sur de Santiago, requiere bajarse del automóvil, llenar los formularios de inmigración, de aduana y los del vehículo, trámite que puede tomar entre media hora - en el mejor caso - y unas dos horas cuando hay mucha gente en plena temporada veraniega. No sólo eso, los automóviles de las compañías que arriendan coches a los turistas no están autorizados para cruzar la frontera – el automóvil debe ser conducido por su dueño, y si el dueño es una persona jurídica, el conductor debe presentar una autorización notarial de esa sociedad dueña, la que debe estar acompañada de los títulos de quien la otorga para verificar que tiene el poder para hacerlo – trámite imposible de realizar para cada turista que arrienda un vehículo. Sólo los buses de turismo tienen un permiso general de validez limitada que debe renovarse periódicamente. El ritual que se hace en el lado chileno se repite en el argentino, y cuando se viene de vuelta ocurre lo mismo, de modo que la visita de las termas de Puyehue en Chile a Villa Angostura en Argentina por el día requiere de cuatro trámites aduaneros como los ya descritos.

Por supuesto que hay muchas razones para establecer controles fronterizos, pero todas son cada vez menos válidas, especialmente para los automóviles. El control aduanero es una razón, aunque la cuantía de la tasa de impuesto aduanero es cada vez menos importante, y lo que los automóviles pudiesen transportar es comercialmente insignificante. El control de las personas es otra, pues hay quienes tienen problemas con la justicia, y la frontera es una instancia que permite detectarlos antes que se escapen a otro país. El control fitosanitario es una tercera. El control judicial y fitosanitario se podría hacer eligiendo automóviles al azar, con importantes sanciones para quienes sean sorprendidos en falta, de modo de que haya incentivos para no hacer trampas. ¡Qué impulso tendría el turismo chileno argentino en esa zona, en que Villa Angostura y las Termas de Puyehue están a 83 kilómetros de distancia, si su paso fuese como el de Austria a Alemania, pensaba yo!

Esas reflexiones se reactivaron cuando nos tocó volver de Budapest a Viena, pues el cruce fue por el mismo complejo fronterizo, sólo que esta vez el policía húngaro sólo miró el set de pasaportes que le pasé, se dio cuenta que éramos una familia proveniente de Chile, lo que le pareció suficientemente inocuo, y luego de intercambiar miradas a través de nuestras pupilas por algunos milisegundos, me los devolvió sin timbrar y seguimos viaje. La disminución de velocidad, la fila y el paso por la caseta nos hizo perder unos tres minutos, una gran mejoría respecto de la ida, pero me llamó la atención que fueran nuevamente policías húngaros quienes nos controlaran, mientras que a los austríacos no les importó si salíamos o entrábamos a su país. ¿Será, volví a pensar, que no se han podido desprender del afán de control que durante décadas impusieron a todos quienes entraban o salían de Hungría? ¿Por qué les importa menos nuestra salida que nuestra entrada?

Entonces recordé otro incidente que tiene que ver con lo anterior y que nos ocurrió en La Habana. El avión en el que volábamos salió de Cancún a Santiago, pero hacía escala en La Habana. Allí nos permitieron bajarnos a una sala de espera para tomar un mojito o comprar algún souvenir, para lo cual nos entregaron unos tarjetones plásticos con la leyenda “en tránsito”. Al volver al avión, gentiles azafatas ubicadas en la escalera de éste nos lo pedían de vuelta. Una vez que todos estuvimos en nuestros asientos y el piloto estaba listo para comenzar el carreteo para buscar el cabezal de despegue, constatamos con sorpresa y temor que el avión estaba siendo circundado por no tan gentiles soldados - con uniforme camuflado y viñeta del Ministerio del Interior – de mangas suficientemente arremangadas como para exhibir la musculatura de sus bíceps, y premunidos de metralletas y aspecto serio. ¿Qué había sucedido? Uno de los chilenos en tránsito no entregó su tarjetón a la azafata, quien en su sonriente gentileza no tuvo la diligencia necesaria para pedirlos uno por uno para asegurarse que todos lo hicieran. Faltaba un tarjetón. ¿Qué importancia podía tener eso, pensaba, si quien debe velar por el número de pasajeros es el piloto, y a éste no le faltaba ni le sobraba ningún pasajero? Claro, yo no reparaba que para los cubanos el extravío de un tarjetón significaba que éste podría haber caído en manos de alguien, de manera fortuita o premeditada, quien podría luego salir sin autorización del país haciéndose pasar por turista en tránsito. Fue en esa ocasión cuando comprendí que los controles fronterizos no son simétricos para quien entra o para quien sale, sino que se parecen más bien a ciertas membranas que pueden dejar pasar líquido en un sentido pero no en otro. Los cubanos dejaban entrar a los turistas pero no dejaban salir a los nativos. En nuestro caso, fue necesario que los soldados ingresaran a la cabina del avión y la recorrieran con el ceño fruncido de arriba abajo para que el distraído chileno se acordara que tenía el tarjetón en el bolsillo de su chaqueta, y nos permitieran retomar el vuelo una hora y media más tarde.

La metáfora de la membrana permite apreciar mejor el verdadero sentido de los puestos fronterizos. Los húngaros ponen más dificultades para entrar que para salir, a los austríacos no les podría importar menos quien entra ni quien sale, y los cubanos son particularmente asimétricos en el uso de sus controles fronterizos, más celosos de sus ciudadanos que de los turistas que los visitan. Si uno medita con cuidado, concluye que detrás de ese fenómeno de asimetría se esconde un problema moral. Si pensamos en el muro de Berlín, éste separaba simétricamente a Berlín Occidental de Berlín Oriental, era el mismo obstáculo físico para los habitantes de ambos lados de la ciudad, pero la disposición intencional y moral con que el muro realizaba su labor era completamente distinta. Quienes vivían en el lado occidental, podían construir sus casas adyacentes al muro mismo, pues Alemania Occidental no tenía objeción si un ciudadano quería utilizar esa cercanía para irse a vivir a la RDA. Sin embargo, en el lado oriental había una distancia de más de 100 metros entre las últimas edificaciones y el muro, lo que constituía un inmenso sitio eriazo que permitía controlar con precisión cualquier intento de fuga. Aunque el obstáculo físico del muro afectaba a ambos lados por igual, sólo un lado, el del este, era el que no dejaba salir con libertad a sus habitantes, reflejando la profunda asimetría moral que la construcción del muro representaba.

Hay membranas que no dejan entrar aunque permiten salir, o viceversa. Desde el punto de vista moral, no es lo mismo no dejar salir que no dejar entrar. El controversial muro que construyó Israel en su frontera con Cisjordania, tenía como objetivo impedir que terroristas suicidas ingresaran desde el lado árabe a Israel con su saga de muertes inocentes. Desde el punto de vista de la libertad de las personas, no es lo mismo que no te dejen salir de tu país, es decir, que te tengan encerrado, que no te dejen entrar a otro país, y sigas pudiendo hacer lo que quieras en el tuyo o en cualquier otro. Aunque también constituye un obstáculo a la libertad, no pueden considerarse moralmente equiparables el muro de Berlín con el muro entre Israel y Cisjordania. Si lo ponemos en términos hipotéticos, no es lo mismo que los chilenos no dejemos entrar a los argentinos a Chile, que a los argentinos no los dejen salir de su país. En el primer caso la restricción les afecta sólo en lo que respecta a sus viajes a Chile, y en el segundo la restricción afecta a todo el universo de opciones posibles salvo permanecer en la propia Argentina. El muro entre Israel y Cisjordania no es moralmente equivalente al muro de Berlín.

La frontera entre Chile y Argentina no está constituida por el obstáculo físico de la Cordillera de Los Andes – obstáculo que es relativamente simétrico para ambos lados – sino que su verdadera esencia la constituyen el tipo de controles intencionales que los gobiernos de ambos países hayan establecido para poder cruzarlas. Dicho de otra forma, los controles fronterizos son barreras intencionales, que fueron concebidas por personas con alguna intención restrictiva. De la naturaleza de la intención restrictiva que se haya elegido, podemos inferir las categorías morales que estuvieron presentes al momento hacer esa elección. Las distintas intenciones de los austríacos, húngaros, los alemanes del este, cubanos o israelíes, reflejan distintas opciones morales. Las fronteras no constituyen un obstáculo físico neutro desde el punto de vista ético, y las disposiciones intencionales que estuvieron presentes para definir el tipo de restricción que las caracteriza, se traducen en conductas que los seres humanos tendemos a calificar moralmente.

lunes, febrero 26, 2007

ORIGENES EVOLUCIONARIOS DE NUESTRO INTERES EN LA FARANDULA

La farándula acapara los medios: la televisión, con sus programas de conversación en los cuales figuras de los distintos canales se invitan unas a otras para "pelar" a sus colegas, presentes o no, indagando sobre su vida sentimental, sus rivalidades recíprocas, sus debilidades emocionales e intelectuales, tienen alta sintonía; los medios escritos y también los orales se cuelgan de ello, para seguir esas disputas en esos canales de expresión, y la ciudadanía se solaza en una especie de gran pelambre colectivo que enfurece a los más graves - la televisión es para cosas más importantes, aseveran con el ceño fruncido -, permite el abandono relajado a esas prácticas de los trabajólicos y llena los tiempos muertos de quienes no tienen mucho que hacer.

Las teorías sobre por qué la farándula acapara tanto interés abundan: que es un deporte nacional - ¿no lo es en otras latitudes ? -, que es una demostración de la codicia de los medios por obtener dinero fácil - ¿cómo podrían ganar dinero si las personas no se interesaran en ella? -, que es una cultura impuesta que nos rebaja como país - ¿quien la impone, si hay tantas opciones de ver otros canales, leer otras cosas o sencillamente realizar otras actividades y aún así la gente la sigue? - ninguna de las cuales parece tener un sustento razonable.

¿Qué es lo que hace que las personas se interesen por el chismorreo? ¿Por qué el "pelambre" parece ser tan atractivo para todas las personas? Como en todas las actividades humanas que sigan un cierto patrón común, es necesario preguntarse cuáles serían las razones evolucionarias para que ese patrón de conducta se dé, es decir, cuáles pueden haber sido las condiciones en las que vivieron nuestros antepasados cazadores-recolectores que los instaron a sentirse impulsados a "chismorrear", y por qué ello habría quedado incorporado en el pool genético de nuestra especie.

Pues resulta que hay muy buenas razones para ello. En efecto, esto es lo que ocurre. Una de las actividades más importantes para los seres humanos es el apareamiento, es decir, la conformación de pareja, pues es lo que permite que las personas se reproduzcan exitosamente. Debo recordarles que los seres humanos nacen particualrmente indefensos, (porque para que su cráneo quepa por el canal uterino al momento del parto éste debe ser suficientemente pequeño, dando lugar a esa indefensión, y por ello su crecimiento y desarrollo continúa una vez nacido) y requiere, y requería con áun más razón en los tiempos ancestrales, del extremo cuidado de la madre y también de algún cuidado del padre. Este último ayudaba en la defensa de la familia y en la obtención de alimento. De ahí la importancia de ambos miembros de la pareja para que la reproducción fuese exitosa, y la cuidadosa selección (más las mujeres que los hombres) que las personas hacen para elegirla.

Para aparearse las personas requieren conocer a sus potenciales "medias naranjas" y esa información la obtenían, además de la observación directa, de lo que otras personas le contaban sobre ellas, que les permitia concerlas en facetas distintas. Pero, como en muchas actividades humanas, la transmisión de esa información tiende a hacerse de manera manipulativa, para favorecer a quien la entrega en contra de quien la recibe. Una mujer le puede contar a su grupo de mujeres que tal mujer es particularmente promiscua ("esa es una puta"), aunque no sea cierto, porque así aleja de ella al hombre que le interesa. Un hombre podría difundir la idea que su rival era un holgazán ("ese es un buena para nada"), para que no resultara atractivo a la mujer que a él le interesa. No toda esa transmisión de información tenía que ser necesariamente falsa o trastocada. Pero lo que sí queda claro, es que el traspaso de información respecto de todos los miembros del grupo en el que se convive, y respecto de otros grupos vecinos, era una actividad importante para la formación de parejas, para que los padres se preocuparan con quienes se relacionaban sus hijos, y de esa manera, el hablar, pelar o chismorrear sobre otros se transformó en un rasgo característico del comportamiento humano.

En un libro notable, Robin Dunbar, ( "Grooming, Gossip and the Evolution of Language" , o sea, "El acicalamiento, el pelambre y la evolución del lenguaje"), el autor despliega una muy persuasiva hipótesis sobre las presiones de selección que impulsaron la aparición del lenguaje entre los humanos. El demostró que la relación entre la proporción de corteza cerebral respecto del volumen del cerebro de los animales es directamente proprocional al tamaño del grupo en el que esos animales se desenvuelven. Mientras más grande el grupo, mayor es el desarrollo de la corteza respecto del resto del cerebro. Ello, a su vez, dice Dunbar, es así porque la necesidad de modular las conductas que mantienen a ese grupo unido requiere de patrones de comportamientos crecientemente más complejos, y, en consecuencia, más corteza. En el caso de nuestros antecesores, los chimpancés, estos se relacionan entre sí por medio del acicalamiento, esa suerte de rascarse mutuamente, que mantiene la cohesión del grupo. (Por supuesto que sobre eso están las conductas maquiavélicas de los machos alfa y todo lo demás que conocemos). En el caso de los humanos, las presiones para relacionarse en grupos más grandes - los chimpancés operan en grupos de 20 a 25 individuos y los humanos habrían convivido en grupos de unos 150 individuos - seleccionaron las mutaciones que dieron lugar a nuestro mayor volumen cerebral, y al desarrollo del área de Brocca, entre otras, que permitió la aparición del lenguaje. El lenguaje operó como un aglutinante del grupo humano, y eso era adaptativo, pues permitía que esos grupos más grandes tuvieran un mayor éxito reproductivo que si no viviesen en grupos y la pareja estuviese sola con sus hijos.

Fue en ese ambiente, en que el "pelambre" y el "chismorreo" se transformaron en la fuente de información respecto del otro que cada uno utilizaba para elegir pareja (además de las observaciones propias), o tal vez para ayudar a elegir pareja a sus hijos o a otros seres queridos, y, en consecuencia, también permitieron distorsionar o modificar para el interés de cada uno la información entregada. Esa transimisión de información, trasparente en ocasiones y maquiavélica en otras, es una disposición conductual humana que está incorporada a nuestra circuitería neuronal, y forma parte de nuestro pool genético, conducta a la que, hoy en día, llamamos pelambre o chismorreo.

Por eso, no debemos extrañarnos que ello resulte tan atractivo para las personas, que los diarios que se dedican a ello hagan un buen negocio, que la televisión tenga programas de farándula que tengan tanta audiencia, y que eso no pueda modificarse de manera sencilla. Tenemos una tendencia ancestral a ser chismosos. y, ojo, eso es válido tanto las mujeres como los hombres, aunque puede que los temas sobre los que chismorrean uno y otro sexo no sean los mismos.

domingo, febrero 18, 2007

TONGOY, GUANAQUEROS Y EL EMPRENDIMIENTO

Hace cuatro temporadas que veraneo en Puerto Velero. Este resort balneario está ubicado en la punta noreste de una bella playa, cuyo extremo suroeste es el balneario de Tongoy, sobre la península del mismo nombre. Desde Puerto Velero, cuyos departamentos están a cierta altura sobre el mar, se observa la playa amplia y generosa, de arenas claras, mar azul intenso y un oleaje suave que invita a refrescarse, con una temperatura que no molesta. Al fondo, se observa Tongoy, un accidente geográfico inusual en la costa chilena, al otro lado del cual se abre una bahía aún más grande, que termina en la llamada Punta Lengua de Vaca, porque su silueta recortada contra el sol que se esconde en el horizonte la simula a la perfección. Es un lugar bello y grato para el turista, especialmente para las familias cuyos hijos tienen edades entre seis y dieciséis años, pues tiene instalaciones deportivas y recreativas que invitan al descanso y a la vida al aire libre en un ambiente cerrado y bien protegido.

Continuando desde Puerto Velero hacia el norte, la costa se hace más rocosa, con rompientes amenazantes, salvo por la bella Playa Blanca, y continúa de manera sinuosa, albergando en sus recovecos aves y otra fauna marina, formando una nueva península, la ed Guanaqueros, más larga y grande que la de Tongoy, que abre paso a la caleta de pescadores y balneario del mismo nombre, a su vez el inicio de otra inmensa bahía con estupendas y largas playas de arenas claras que invitan a recorrelas, culminando en el condominio y camping de Morrillos. Una privilegiada zona turística cuyoas potencialidades seguramente serán aprovechadas en las décadas venideras.

El grupo nuestro, constituido por familias como las que he descrito, muchos de ellas con sus hijos en el mismo colegio que los nuestros y compañeros de curso de ellos, se reúne con frecuencia a "conversar" el verano, recorriendo los típicos temas estivales, que van desde la política, el deporte, el pelambre general y un meta-análisis de las vacaciones, o sea, un análisis veraniego de las vacaciones. Rompe la monotonía del descanso los viajes a Tongoy a comprar abarrotes o a adquirir algunos de los estupendos alimentos marinos que ofrece el terminal pesquero, pero también, en ocasiones, a comer en algunos de los restaurantes que ofrece el pueblo. Alternativamente, esas comidas tienen lugar en Guanqueros, cuya oferta gastronómica y de servicio parece más organizada y de mejor calidad.

A lo largo de los años, les he comentado a mis amigos, de manera reiterada, exagerada y quizás exasperante – es posible que focalice mi neurosis en ello – que Tongoy es “un destilado de las peores cualidades de los chilenos”: no progresa, los locales son los mismos, las tiendas no mejoran, no hay innovación, no hay propuestas novedosas, todo parece igual que hace cuarenta años. En cambio, Guanaqueros tiene más vida, los restaurantes se modernizan, hasta hay un pequeño supermercado con tecnología más moderna para adquirir los alimentos, en la noche hay se ve una variada y sana diversión, todo lo cual resulta difícil de entender si ambos pueblos están a sólo quince kilómetros de distancia.

Este año, en uno de mis viajes a Tongoy, llevé “a dedo” a tres trabajadoras de Tongoy que realizan labores domésticas para los veraneantes de los departamentos de Puerto Velero. Les pregunté sobre su pueblo, si progresaba o se “quedaba”. Una de ellas, la de más edad - acercándose quizás a los cincuenta - me dice que más bien está estancado. ¿Por qué? indago. No sé, me contesta. ¿Qué van a hacer? insisto. Luego de un par de segundos de vacilación me responde, con un dejo de indisimulado orgullo, que se están organizando para lograr su vieja aspiración de transformarse en una comuna.

En ese momento mis sospechas sobre lo que pasaba en Tongoy dejaron de ser elaboraciones sesgadas mías y comenzaron a tener sustento en el testimonio de este miembro de la comunidad tongoyana. Ese es justamente el problema pensé. Tongoy no progresa porque espera que ese progreso venga de una resolución administrativa del gobierno central, que les permita tener un alcalde, burocracia propia, puestos de trabajo improductivos propios, capacidad de pelear por platas fiscales de manera directa y no a través del municipio de Coquimbo y que esa redistribución de los impuestos nacionales hacia la comuna de Tongoy sea la palanca de desarrollo del pueblo. El mismo error que acaba de cometer el país al crear dos nuevas regiones: la de Arica y la de los Ríos. Esa errada manera de entender la creación de valor por medio de oficinas públicas en vez de emprender actividades nuevas, que en el caso de Tongoy podría ser ofrecer servicios a los casi 500 departamentos de Puerto Velero y los miles de turistas que lo visitan, no solamente en verano, forma parte de una mentalidad castrante de la iniciativa individual y colectiva, que impide mirar las cosas de otra forma.

Curioso, porque Guanaqueros, que seguramente no puede aspirar a ser comuna – está demasiado cerca de Coquimbo para ello – ni siquiera se plantea esa posibilidad, y, en consecuencia, sus habitantes deben desplegar más ingenio e iniciativa, las circunstancias los impulsan a emprender y prosperar sin esperar que los recursos les lleguen del gobierno central, y los resultados están a la vista, como les repito con insistencia a mis amigos.

La capacidad para emprender la tienen todas las personas, pero son las circunstancias externas – las condiciones de borde, en el lenguaje de la física – las que las activan o inhiben, según el caso. Guanaqueros es un casi de emprendimiento exitoso y Tongoy uno de emprendimiento ausente. Uno quiere resolver sus problemas por sí mismo y el otros espera que se los resuelva el papá fisco. Tongoy desilusiona y Guanaqueros estimula.

miércoles, febrero 14, 2007

ISLA DE PASCUA: CULTURA Y FUTURO

Cuando llegué a la Isla, uno de los folletos motivadores turísticos con que me encontré, en el hotel y en la oficina de turismo isleña, decía que Isla de Pascua es el museo al aire libre más grande el mundo. Al principio, esa afirmación me pareció una frase “marketera” sin contenido, pero luego, visitando la Isla y reflexionando sobre ello, me di cuenta que tiene mucho de verdad.

En efecto, gran parte del perímetro costero está lleno de “ahus”, las plataformas ceremoniales donde se ubicaban los moais. Uno de sus volcanes, el Rano Raraku, es la cantera más importante de donde provenía la piedra para tallar los moais, y ahí se encuentran cientos de ellos, algunos en una temprana fase de tallado, aún formando parte de la roca. Los cráteres de ese y otros volcanes eran - y son actualmente, esporádicamente, y de manera recreada - escenarios de ceremonias de la cultura local. La costa contiene cavernas utilizadas por los nativos para refugiarse, en alguna de las cuales se encuentran pinturas rupestres. Caminando por la costa o las laderas de los cerros, es muy fácil encontrarse con piedras que, mirando con cuidado, contienen petroglifos. Los islotes que enfrentan al volcán Rano Kau – Motu Nui Nui (isla grande), Motu Iti (isla pequeña) y Motu KauKau (isla puntiaguda) – formaban parte integrante de las competencias por determinar el clan que gobernaría la isla, pues representantes de estos debían bajar la pared del volcán, cruzar a nado los 1300 metros que la separan de la Isla del Motu Nui Nui, y ser el primero en traer de vuelta un huevo de manutara (pájaros marinos locales, ya extintos), como una manera de establecer el poder por métodos competitivos menos cruentos que las guerras. Es decir, la Isla es, efectiva y casi literalmente, un museo, un museo al aire libre.

La valoración que nuestra civilización le da a las culturas antiguas es cada vez mayor. En parte, porque la situación no es como en la antigüedad, en que una cultura distinta constituía una amenaza para la del lugar, a la que había que destruir para que, por un argumento simétrico, no la destruyera a uno. Hoy en día, por el contrario, la diversidad cultural es una fuente de aprendizaje sobre el ser humano, sus motivaciones, su historia, sus capacidades y su destino. Desde esa perspectiva, parece razonable la valoración y cuidado que le asignamos a esas manifestaciones culturales ancestrales, y que nos preocupemos porque no desaparezcan. La pregunta es ¿cómo?

¿Queremos mantener a esas poblaciones viviendo como vivían antes, durante el apogeo de su civilización? ¿Querrían ellos seguir viviendo de esa forma, o preferirán tomar los elementos de la civilización global que les apetezcan? ¿Nos parece razonable dejar que ellos tomen esa decisión o queremos forzarlos a mantener su forma de vida, como algunos opositores a la central Ralco querían hacer con los pehuenches que vivían en la zona recolectando piñones? ¿Es posible mantener a esos grupos viviendo de manera tan disímil con el resto, con malas condiciones higiénicas, de vivienda, de salud, de alimentación, sólo para que el resto pueda contemplar esa forma de vida, amparados en la diversidad cultural, sin permitirles que se incorporen a nuestro modo de vida, con sus ventajas y desventajas?

Mi respuesta a ello es no. No podemos quejarnos de las miserables condiciones de vida de mapuches, pehuenches o aymaras y simultáneamente forzarlos a mantener sus formas culturales de vida. Lo más probable es que ellos tampoco quieran eso. Mucho más razonable es que nuestra civilización se preocupe de mantener, recoger, clasificar, registrar y estudiar todas sus manifestaciones culturales, y científicamente preservarlas en museos, al aire libre o no, para que todos podamos contemplarlas, admirarlas, estudiarlas, compararlas, criticarlas, y que quienes se sienten sus herederos puedan continuar aportando a ese conocimiento que así estará adecuadamente protegido y no librado a la suerte de los pocos descendientes que recuerden anécdotas, antes que desaparezcan, como ocurrió con los onas y alacalufes.

El museo al aire libre que es Isla de Pascua, desde esa perspectiva, debe profesionalizarse, debe expandirse aún más ese parque nacional a toda la isla, debe protegerse de mejor forma los “ahus”, los petroglifos, las cavernas y los moais, delimitando las zonas peatonales en cada uno de ellos, debe haber guardias que vigilen que no se destruyan los restos de valor arqueológico, debe haber especialistas que se preocupen de estudiar el idioma isleño y que éste se utilice, junto con el español, en la señalética pública (como en Hawai), en fin, deben aprovecharse los avances científicos, financieros y de toda índole que proporciona nuestra cultura global, para preservar de la mejor manera posible la cultura de la isla, pero sin que ello signifique violentar la autonomía de los isleños respecto de lo que ellos quieran hacer con sus vidas.

¿Es posible hacer eso? ¿Quién lo financia? Al respecto, el guía que nos mostró las plataformas ceremoniales y el resto de la cultura isleña, nos dijo que había un proyecto para cobrar 50 dólares por turista que visitara la Isla. A mí pareció una buena idea, porque de esa forma, serían los interesados en ella, que llegan a ella atraídos por esa cultura, quienes financien ese esfuerzo financiero adicional que se requiere. El año pasado la visitaron 45 mil personas, este año ese número probablemente subirá y si finalmente se la califica como una de las nuevas 7 Maravillas del Mundo, la demanda por visitarla continuará en alza. Un parque-museo como Isla de Pascua se merece recibir 50 dólares por visitarlo, aunque se quejen algunos mochileros, que deberán aumentar sus ahorros para llegar. Dos o tres millones de dólares anuales destinados directamente a esas labores pueden hacer una diferencia no menor al escuálido presupuesto que hoy maneja la CONAF y los Parques Nacionales para realizar sus labores en la Isla.

Creo que preservar la cultura de una manera moderna, que paguen por ello mayoritariamente quienes se interesan en ella y que permita preservar algo que muchos consideran un patrimonio de la humanidad, es una buena manera para Chile de mostrar su madurez como nación y su visión de futuro como miembro de la comunidad de países que desea vivir integrado al mundo y aportándole al resto aquello que posee de atractivo.

miércoles, enero 31, 2007

ISLA DE PASCUA: MERCADO Y RESTRICCIONES DE TAMAÑO

Volviendo desde Anakena - la playa más conocida de la Isla - luego de un paseo a caballo por su costa noroccidental bajo las laderas del volcán Terevaca, conversaba con Pantu, dueño del negocio de paseos a caballo, mientras manejaba la pick-up en que nos transportaba de vuelta. Mirando el reforestamiento que se observa en la isla - sobre la base de plantaciones artificiales intensivas, en algunos casos, y aisladas en otros, pero que se han ido reproduciendo por extensión biológica natural - le pregunto a Pantu si algo similar a ese resurgimiento está ocurriendo con la agricultura, pues las tierras agrícolas que recorremos no exhiben los efectos de la erosión y la salinidad a que fueron sometidos en los últimos cientos de años antes del siglo XVIII.

Su respuesta me dejó confundido. Me dijo que las tierras eran efectivamente productivas, pero que los locales de la isla no querían trabajarla. Pero cómo, le digo, si se puede producir, si hay demanda para esos productos, dada la cantidad de turistas que quieren consumir vegetales y tubérculos orgánicamente producidos en los distintos restaurantes de la isla, cómo es que nadie se dedica a ello. ¿Se trata acaso de un problema de precios? ¿No es un buen negocio trabajar la tierra? Sí, es un buen negocio, pero la agricultura requiere un trabajo constante de todos los días, me responde. Pienso para mis adentros, sin revelarle el contenido de mis pensamientos, que me está diciendo que los nativos se han puesto flojos. O sea, le retruco, lo que ocurre es que ganan más trabajando en turismo. Sí, me dice, es más conveniente acompañar a un turista a la playa, o llevarlo a bucear, o hacerle clases de surf, o tocar música en un pub, que levantarse temprano todos los días para trabajar la tierra.

Esa conversación es la que me hizo reflexionar sobre las motivaciones de la población de la isla. ¿Será que sigue patrones distintos de las de otros lugares, y por eso no trabajan la tierra, a pesar de ser un buen negocio? ¿Será que los nativos son distintos a los trabajólicos miembros del mundo globalizado, algo que me resisto a creer, convencido de la universalidad de las principales motivaciones que impulsan a la psiquis humana, como lo ha mostrado la psicología evolucionaria?

En realidad, una de las cosas que ocurren en la isla es que sólo los nativos pueden ser dueños de tierra o propiedades. Esto significa que nadie que venga del continente puede tener su casa propia, o campo propio, u hotel propio, si no es en algún tipo de acuerdo de arriendo o de uso compartido de ese bien raíz con algún nativo. Eso les da a los nativos una protección de tipo monopólico respecto del uso de esos bienes, y así, por ejemplo, el nuevo hotel Explora que se va a instalar en la Isla, será en sociedad con un local. Esto significa que quizás, como nadie pude producir productos agrícolas si no es un nativo y dueño de un terreno apto para ello – ningún continental se vendrá a la Isla con el único propósito de arrendar un predio para producir vegetales – entonces los pocos locales que podrían hacerlo prefieren realizar actividades más lucrativas por menos trabajo. O sea, posiblemente la agricultura tiene una productividad por hora más baja que otras actividades ligadas al turismo. Pero eso, nuevamente, puede ser el resultado de la protección que tienen los isleños, que hace que sean tan lucrativas las actividades turísticas en comparación con las de producción de alimentos, que ello distorsiona artificialmente las productividades.

Entonces, eso me llevó a pensar, si sería bueno que se eliminase esa protección a favor de los isleños. Si así fuera, cualquiera podría comprar terrenos, cualquiera podría poner un hotel, producir alimentos a establecer negocios turísticos. Pero, en ese escenario, ¿qué impediría la aparición de hoteles tipo resort para turismo masivo, la construcción de villas de descanso para europeos ricos que quieran tener una casa de descanso en la isla, la proliferación de motos de agua, de esquí acuático, de comercio generalizado, en fin, que lograría frenar esta especie de sobrepoblación turística? Y, en ese caso, ¿quién impediría un nuevo colapso de Isla de Pascua, en términos de su entorno eco-arqueológico, que es lo que le da valor y que atrajo toda esa actividad inicialmente?

Por ello, parece razonable que existan restricciones en la forma de reglas para saber quiénes pueden y cuánto pueden explotar los recursos turísticos, culturales y arqueológicos que ofrece la isla. La escasez objetiva de esos recursos puede fácilmente, en un ambiente de sobreexplotación, generar una pérdida de una parte importante de ellos, en este caso por erosión humana más que geográfica. Ya pasó hace 300 años, y se hace necesario aprender de las lecciones del pasado. Esto no significa limitar la libre iniciativa al mercado, sino reconocer que habiendo recursos limitados, es necesario cuotear su uso. A algunos les gustaría un sistema de licitación más abierto, a otros les parece bien que los nativos tengan preferencia, pero que es necesario poner reglas, algo que una visita a la isla parece no dejar lugar a la discusión.

jueves, enero 25, 2007

ISLA DE PASCUA: AISLAMIENTO Y FRAGILIDAD AMBIENTAL

Premunido del libro “Collapse” de Jared Diamond, que intenta extraer los patrones que se repiten en los casos de pueblos o culturas que han “colapsado” a través de la historia - y Rapa Nui es una de ellas – comienzo mi viaje a Isla de Pascua. Diamond cuenta la curiosa mezcla de aislamiento y claustrofobia que produce acercarse a Isla de Pascua por avión: rodeado de mar por todos lados, con la incerteza de si el avión tiene suficiente combustible para volver si no pudiese aterrizar, y con la sensación de pequeñez del lugar en medio de la inmensidad del Pacífico. Mientras voy en el avión leyendo ese mismo pasaje del libro, ya próximos al aterrizaje, miro hacia la pantalla que posee la cabina de pasajeros y observo el mapa que muestra a la Isla junto con la silueta del avión acercándose a ella; de pronto me doy cuenta que nunca me había tocado ver en esos mapas un trozo de tierra tan pequeño - acostumbrado a ver trozos de continentes y no pequeñas islas – junto a un avión tan desproporcionadamente grande respecto del sector sobre el que aterrizará. Una extraña sensación recorre mi cuerpo, a la que convergen el asombro junto con la inquietud, la curiosidad junto con la angustia, el entusiasmo junto con la prudencia. La Isla está a 3.700 kilómetros del continente, y a unos 2.300 kilómetros del islote Henderson, que en sus mejores tiempo albergó grupos humanos de no más de 2 o 3 docenas de personas en total. Y, entre medio, mar, .... solo mar.

Ya aterrizado, registrado en el hotel, camino por sus jardines en dirección a la costa, siento esa saludable sensación que me produce la salobre brisa marina penetrando en mis pulmones y observo hacia el horizonte. Mar, .... solo mar. Luego miro hacia mis espaldas, hacia la isla, y el paisaje que observo es curiosamente similar al que se encuentra en cualquier lugar de la costa continental: lomajes suaves y verdes, hasta donde la vista permite ver. Vuelvo nuevamente mi vista al mar, y lo que veo es, para mi sorpresa, el mismo mar que se observa oteando el horizonte desde la costa central de Chile. Es curioso, me digo, la costa y la tierra firme son iguales a las del continente y, sin embargo, las situaciones son tan distintas. Claro, lo que nuestros sentidos alcanzan a advertir de las características físicas de nuestro entorno son muy similares en ambos casos, porque nosotros alcanzamos a ver sólo una fracción del mar que tenemos al frente como asimismo una fracción de la tierra firme que nos rodea. Sin embargo, cuando reflexionamos sobre la real situación de aislamiento y distancia en la que nos encontramos en Isla de Pascua, esas mismas similares características físicas cobran un significado distinto en nuestra mente, porque nos damos cuenta que a pesar que sólo vemos tierra firme cuando volteamos hacia nuestras espaldas, esa tierra se acaba un poco más allá para volver a estar rodeados del mar interminable, y entonces, y sólo entonces, comienza a emerger el inquietante escalofrío emocional del aislamiento, de la limitación de movimiento, de estar, en cierto sentido atrapado.

Entonces reflexiono y me digo: esta es como la diferencia que hace el filósofo John Searle entre sintaxis y semántica, cuando describe su experimento de la “pieza china”. En este caso, la sintaxis son las características físicas del entorno que excitan los conos y bastoncitos de mi retina, y la semántica es el significado que mi mente le da a todo ello, poniendo esas características físicas en contexto, relacionándolas con mi experiencia en el mundo, y con la situación general en la que me encuentro. Por eso, a pesar que lo que veo no es distinto de lo que podría ver desde un acantilado cerca de Horcón, el contexto de toda la situación le confiere a ella un significado que me hace sentir un poco de claustrofobia, una sensación emocional que no puedo transmitirte con fidelidad, y que es necesario que la vivas tú también para intentar capturar lo que quiero decir integralmente.

Con ese contexto en mente, con las explicaciones que Diamond me entrega de la expansión de todas los conglomerados humanos que se esparcieron a Polinesia desde Nueva Guinea, y las dificultades a las que se enfrentaron cuando intentaron habitar islas pequeñas, comienzo a comprender el concepto de fragilidad ambiental que está presente en la historia de la Isla de Pascua y que explica el misterio del colapso de la civilización que la habitó con éxito hasta hace sólo unos 300 años atrás.

En efecto, en tan solo 170 kilómetros cuadrados (alrededor de un quinto de la ciudad de Santiago), lo que hagas respecto de la utilización de los bosques, de las aves marinas y terrestres, del uso de los escasos suelos agrícolas, la relativa negligencia que tengas respecto de lo que ocurra con la erosión, la repercusión catastrófica que eso puede tener sobre tu calidad de vida, pasa a ser vital para tu supervivencia, pero no de manera inmediata, sino pausada, infinitesimal, difícilmente advertible, lo que lo hace aún más peligroso, porque cuando ya te das cuenta del problema es demasiado tarde. Cuando los árboles fueron sobre explotados para fabricar canoas, hacer fuego e incinerar a los muertos, fabricar cuerdas para arrastrar los moais, utilizar sus troncos para construir rieles o camas sobre los que descansaban los moais cuando eran trasladados, cuando los ratones traídos de otras islas se multiplicaron en Pascua y se alimentaron de los cocos de las grandes palmeras de la Isla, impidiendo que su reproducción fuera a una tasa suficiente como para restituir su explotación, los nativos comenzaron a tener dificultades de alimentación, los suelos desprovistos de árboles se erosionaron, las zonas más bajas recibieron entonces el arrastre de las sales de las colinas sin árboles, disminuyendo su aptitud agrícola, la lejanía de otros volcanes o de las plumas de polvo continentales impidieron que esa tierra recibiera nuevos nutrientes, y todo ello se tradujo en hambre y disputas internas entre los distintos clanes que habitaban la Isla, sin posibilidad de volver a salir a buscar mejores horizontes por falta de nuevas canoas, ya que la madera había desparecido, y así, el colapso se hizo irreversible.

Esa frío e implacable relato que hace Jared Diamond, con la ventaja de la mirada en retrospectiva, con los antecedentes que le da ciencia - los palinólogos, zoólogos y arqueólogos y sus laboratorios de última generación – con la comparación que pudo hacer con otras culturas que vivieron situaciones similares, es lo que me hace sentir, con cada paso que doy sobre la Isla, con cada mirada que hago de mi entorno, observando las plantas, las aves y los árboles que comienzan ahora a reforestar la Isla, la fragilidad ambiental en la que se encuentra, la íntima y estrecha relación de los distintos elementos del paisaje - fauna, flora y geología de la Isla – con las posibilidades de cada uno de ellos de sobrevivir o perpetuarse y lo que todo ello significa para las personas que la habitan. Nuevamente, esa sensación que recorre mi cuerpo es una de significado semántico y no de sintaxis física. Es una palpación emocional del entorno por el que camino más que el entendimiento de un paper publicado en una revista científica. Es la comprensión que hago de la información que recojo alrededor mío, procesada por el conocimiento que he logrado acumular a lo largo de mi vida, con la clasificación de esa información en las categorías conceptuales que me resultan más al alcance de la mano. Es, en resumen, la transformación de información en significado, y el significado en estado emocional, es la incorporación de Isla de Pascua y su historia a mi acerbo vivencial . Es, en suma, el proceso cognitivo humano desde una perspectiva monista, en que mente y cuerpo forman parte de un todo que aprehende su entorno, y en el que las conexiones sinápticas de mi sistema nervioso central, los fluidos hormonales que recorren mi cuerpo y el procesamiento conciente e inconsciente de todo ello en eso que llamamos mente, constituyen un todo coherente, que fluye en el medio lingüístico en el que nos desenvolvemos.

¡Qué curiosa mezcla de pesquisa del entorno, con introspección respecto de los fenómenos neuronales y biológicos que animan esa pesquisa! ¡Qué especiales los fenómenos y los meta-fenómenos que esta visita a Isla de Pascua me provoca! Por eso resulta fascinante visitarla.

ISLA DE PASCUA: REFLEXIONES DE UN TURISTA CURIOSO

Visitar Isla de Pascua es de esas situaciones que te ocurren en contadas ocasiones, en la que la descripción intelectual que hagas a posteriori de esa visita no captura toda la riqueza emocional de las vivencias experimentadas. Me podrás argumentar que eso no es tan raro, que uno podría decir eso de cualquier vivencia. Por ejemplo, de cuando uno va a un restaurante. Claro, describir la corvina que te llega a la mesa - la cuidadosa elección que hiciste entre las opciones del apetitoso menú -, indicar cuales con sus aderezos y acompañamientos, no es lo mismo que sentir el placer sensorial de su lujuriosa ingesta. Sin embargo, ir a un restaurante es suficientemente frecuente como para que lo que me expliques o digas sobre ello sea captado por mí, tanto intelectual como emocionalmente, porque ambos habremos vivido situaciones similares muchas veces. En el caso de Isla de Pascua, sin embargo, la brecha entre la descripción de las vivencias experimentadas y la sensación emocional que ellas te provocan es mucho más marcada, justamente por lo distintas e infrecuentes que ellas son, producto justamente de las particularidades geográficas, ambientales e históricas que ofrece la isla.

Eso hace que cualquier historia que te cuente sobre Isla de Pascua sea emocionalmente incompleta, pues las explicaciones que te entregue no son capaces de transmitirte las particulares sensaciones vivenciales que me generó esa visita, pues para ello sería necesario que ambos las hayamos vivido para compartirlas integralmente. Entre ellas está el aislamiento y lo que ello te provoca, la fragilidad ambiental que uno advierte, el contraste entre el entorno socio-cultural con el que interactúas y la civilización global con la que estamos acostumbrados a convivir y la historia que subyace en los diversos sitios históricos o arqueológicos que visitas.

A pesar de las dificultades a las que he hecho referencia, me gustaría comentarte algunas de esas sensaciones, porque la novedad de ellas permiten reflexionar de manera más general sobre los problemas cotidianos de nuestra sociedad, y sobre las encrucijadas que los humanos tenemos que sortear cuando observamos nuestra historia desde una perspectiva más amplia.

Este preámbulo no tuvo como objeto, como podría parecer, ponerme un parche antes de la herida respecto de mis limitaciones lingüísticas - que tampoco pretendo ocultar, por lo demás - sino más bien, intentar alertarte sobre la disposición anímica que deberías tratar de adoptar para que mis descripciones hagan más sentido.

No quiero contarte ni la historia de la isla – para eso hay mucho mejores y más instruidos textos – ni relatar los detalles constructivos o arquitectónicos de los moais ni describir nada de lo que uno puede encontrar en el abundante material más conocido que sobre Isla de Pascua existe, sino transmitirte las reflexiones que un curioso habitante del siglo XXI hace de su visita a la isla, a propósito de lo que la ella le provoca, en contraste y en similitud a lo que es la vida en el mundo complejo e interconectado en el que nos toca vivir. Mi idea es separar estas cortas reflexiones en cuatro partes.

- aislamiento y fragilidad ambiental
- mercado en un entorno cerrado
- cultura y turismo
- prospectiva

Si esta introducción ha logrado provocar tu interés, te invito a comenzar con la primera de las reflexiones de esta corta saga.